domingo, 20 de octubre de 2019

Niño Yuki

Un niño es siempre un ser especial, por su espontaneidad, no solo de carácter, también corporal. Se halla todavía a poca distancia del bebé que rebosa puro instinto, sensibilidad. El trato con el bebé es también intuitivo, instintivo, sensible; el conocimiento es secundario.

El trato, sin embargo, comienza en la gestación. Puede incluso tomar la forma de diálogo, sea con palabras pronunciadas por los padres, sobre todo la madre, o a través de sentimientos. El niño reacciona con patadas a algo que hace la madre o el padre y que le incomoda o irrita.

¿Eres niño o niña? Se le podría preguntar. De alguna manera responderá, puede que también dando patadas..., o se le puede pedir que se dé la vuelta si viene de nalgas. Estas cosas quedan fuera de la lógica de nuestro tiempo, pero pueden ocurrir si el instinto y sensibilidad de los padres está lo suficiente desarrollado. No suele ser así, no obstante.

La sensibilidad se manifiesta en cosas tan sencillas y espontáneas como el Yuki. Es natural por encima de todo. Consiste en espirar por las manos, no literalmente, sino usando la imaginación, la cual mueve montañas, es decir, el Ki o fuerza vital. Sin pretensión alguna; es un “no hacer” difícil de comprender y aceptar. Se practica sobre uno mismo, otra persona, animal, planta, etc. Pero ha de ser tan espontáneo como el que surgiría de un niño o no es útil.

Entre los padres y el niño, con el yuki se crea una especie de comprensión antes de nacer que se mantendrá después. Y puede el niño ser delicadamente especial con el yuki, de manera que si se hace sobre la barriga de la madre el niño que nazca será aún más especial que de ordinario.

Su sensibilidad es asimismo especial, pasa rápido y fácilmente las indisposiciones infantiles (propias del desarrollo natural del niño) y posee enorme resistencia a los daños medioambientales. Es especialmente intuitivo e inteligente, de modo que puede dejar a los mayores asombrados por sus preguntas o respuestas. Igualmente asombra su quietud. 

Uno de ellos ha venido a mi dojo para hacer yuki y el movimiento regenerador. Ha sido por su propia iniciativa, algo increíble en un niño de ocho años. El padre le hizo yuki regularmente cuando estaba en el vientre de su madre y también durante su etapa de bebé.


Podría ser un “niño yuki”, una expresión originaria de Itsuo Tsuda. Es decir, un niño tan natural que en este sentido equivaldría al “niño prodigio”. Un niño así o un adulto seitaizado, es decir, sensibilizado de pies a cabeza, difiere bastante del individuo medio insensible, de cuerpo rígido y falto de reacción funcional. El niño es, pues, un ser sensible.

Los animales, los árboles y las plantas son también “seres sensibles”; el afecto que se les tiene y los cuidados con corazón que se les prodiga hace que mejoren su aspecto, que crezcan con más energía, etc. Incluso el agua es sensible el trato que se le da. Si un perro gruñe y se le hace yuki en la cabeza, a cierta distancia sin tocarlo, se sentirá inmovilizado.

El niño en cuestión me dejó sorprendido, primero porque estaba atento a todo lo que se decía y hacía. Y cuando estaba contando un cuento Zen, cosa que suelo hacer a menudo, se anticipó al desenlace dando una respuesta que dejó asombrados a los presentes.

Las personas mayores deberían evitar alterar el movimiento biológico del bebé con zarandeos, baños destemplados, falta de atención, etc., y en cambio desarrollar la sensibilidad a un punto que favorezca que el niño crezca lo más natural posible. Además, saber poner en práctica cosas igual de sencillas que el yuki, pero que suelen pasar desapercibidas.

Si, por ejemplo, un bebé se encuentra bien, al cogerlo se sentirá pesado por estar relajado. En cambio, si se siente ligero es señal de que algo va mal porque está tenso. Esto nos ocurre también a los adultos, pero es difícil que un niño nos coja en brazos.

El niño yuki es lo que un niño debería de ser. También el hombre, la mujer, adultos. Pero es preciso franquear las formas limitadas de ver las cosas. Mucha gente mira, pero pocas personas ven lo que está delante de sí mismas. Por esa razón, mientras un niño es capaz de sentir curiosidad por el yuki y otras cosas, la mayoría de los adultos no. Peor para ellos.

Libros relacionados: Katsugen Undo, la práctica que restablece la salud y la serenidad/Entrevista con el cuerpo/Tenshin, la quintaesencia del Seitai.

miércoles, 29 de mayo de 2019

El sentido del movimiento espontáneo

El movimiento es un indicativo de que algo está vivo, pero es un movimiento espontáneo, del cual forma parte el deseo interior (del cuerpo). Es el deseo de vivir, lo que a su vez implica vivir sano. No se trata de comer lechugas y evitar el café, etc., sino de recuperar el movimiento ya perdido entre las brumas de la civilización. 

El mismo hecho de vivir se pierde en esas brumas por volverse un tanto algebraico, lejos de la espontaneidad de la vida. Asimismo, la salud y la enfermedad se vuelven ideas que pronunciamos como si fueran evidentes, aun cuando lo único evidente de la vida sea la vida.  

Pese a ello, el ser humano busca una panacea para vivir, aunque la vida es la única panacea. Lo realmente importante que puede hacerse es recuperar ese movimiento espontáneo, ahora, igual que volver al sentimiento de “ser naturaleza”. Eso somos, aquí en la Tierra, enteramente y en todo su esplendor; no una fracción, ni siquiera un cercano a la naturaleza. 

Sin embargo, el hombre se halla en medio de una decadencia de sentido común como resultado de una negación de su naturaleza. No se le concede importancia a la inteligencia del cuerpo, tal vez porque no se manifiesta en el terreno de los conceptos. Se manifiesta en el movimiento espontáneo. Aunque, ¿acaso es una danza? ¿Una nueva moda?

Todo movimiento biológico del cuerpo es movimiento espontáneo. No sucede por la voluntad humana y no es preciso saber la razón de vivir. El corazón late, la sangre circula, la digestión se realiza, respiramos, vivimos. Pero esto pasa desapercibido, uno solo quiere estar sano. Entonces, ¿por qué no fortalecer el movimiento biológico en vez de debilitarlo?



No fumar, no beber alcohol, caminar, comer o no hacer determinadas cosas, la ingesta de vitaminas, la dieta, el deporte, dormir, las reglas y remedios de la índole que sea, etc., son cosas que, aunque puedan ser saludables, son inferiores a la espontaneidad y autonomía del movimiento, así como la capacidad de reacción y adaptación (naturales) que de ello se deriva. La práctica del movimiento es una puesta a punto de esa capacidad que nos protege. 

Se trata de entrenar el sistema motor extrapiramidal, el cual se adormece poco a poco, debido a su falta de uso, aparte de lo esencial para estar vivos. Los excesivos cuidados, y la oposición radical al más mínimo malestar son maneras de adormecerlo y hacer que el cuerpo se embote o se insensibilice. El miedo a enfermar, además, llega casi a paralizar las funciones naturales de ese que llamamos cuerpo. 

Esto puede experimentarse al margen de lo normal si por ejemplo una persona es amenazada con un revólver. Todos los procesos biológicos se alteran, por así decirlo, pero mientras que el susto de la amenaza dura poco tiempo, el miedo a enfermar puede ser perdurable. Así se debilita el cuerpo y la espontaneidad de vivir sana y sosegadamente merma. 

El movimiento espontáneo (regenerador) es favorable, pero más que para cuidar del cuerpo, para cuidar del cuidador: el sistema motor extrapiramidal. En él se halla la inteligencia de la vida y se trata de reactivar lo que quiera que debilite, todo de una vez. Lo esencial es llegar a comprender que la naturaleza de uno es algo en lo que se puede confiar, más que nada. 

No es tan fácil hacerlo, porque, aunque aceptemos que el corazón late y confiemos en ello de una forma inconsciente, no confiamos en que nuestro cuerpo sepa por qué y para qué nos indisponemos. La razón es muy simple: para evitar el embotamiento. Por eso la práctica del movimiento nos devuelve, en medida proporcional, al principio; es decir, a cuando éramos unos bebés. 

Como personas adultas y racionales pensamos a veces preocupados en qué está ahora mismo ocurriendo en el cuerpo, pero lo único seguro es que está tratando de adaptarse a las continuas contingencias de un mundo fluctuante. Esto llega a percibirse claramente a través del movimiento espontaneo, o lo que es lo mismo, el Katsugen Undo.  



El movimiento se practica dejando que aflore lo involuntario, de un modo correcto, distinguiendo entre lo espontáneo del cuerpo y de la imaginación. Quiere esto decir que pueden darse movimientos inconscientes que se creen espontáneos, pero solo lo son los del cuerpo. Por ejemplo, bostezar, es uno de los más significativos. 

El movimiento puede surgir también sin intención de practicar. Una vez puestos a punto. Por ejemplo, cuando nos duele algo o nos sentimos mal. Se debe a que el extrapiramidal ha reaccionado doblemente, primero con el dolor y luego con tal vez una cantidad inusitada de bostezos. En tanto que uno mira a otros seres vivos podrá ver este tipo de cosas y adaptarse como todas las criaturas. 

La adaptación es un proceso natural (una ley) que nos permite sobrevivir tanto física como emocionalmente. Nos adaptamos al medio, al cambio, a la eventualidad; de lo contrario no podríamos sobrevivir, pero la adaptación puede ralentizarse o paralizarse, lo que significa que la capacidad de reacción del organismo se debilita o anula. Es entonces cuando algo serio nos pilla de sorpresa.

La adaptación es puro movimiento biológico, y hay una ironía muy humana. Es que el ser humano tenga que esforzarse para vivir, siendo el ser vivo que más dotado está en cuanto a adaptación y el que cuenta con el más perfecto sistema nervioso y, por consiguiente, con una autonomía mayor que cualquier otra especie.

El resultado catastrófico de ese esfuerzo es que cuanto más se esfuerza uno menos lo logra, siendo inconsciente de las capacidades reales de su cuerpo. Puede verse que muchos animales pierden un ojo, o una pata, o se hacen heridas graves a las que sobreviven, algo impensable en cualquier persona que viva en condiciones más o menos corrientes. 



Se debe nuevamente a nuestro estatus de civilizados que en sentido creciente va ralentizando la adaptación y las funciones naturales. Por eso el movimiento espontáneo pone a punto estas cosas, de manera que ese movimiento no es otra cosa que movimiento biológico.

Cuesta hacérselo entender a la gente porque es demasiado simple. Por eso mismo no resulta tan atractivo como lo complicado, pero la naturaleza es sencilla por compleja que parezca a nuestros ojos. Una hembra amamantando, o los corales creciendo bajo el mar, el árbol dando su fruto, son actos sencillos e inteligentes que forman parte del movimiento de la vida, aunque no tengan el reconocimiento que merecen.

Por esa falta de reconocimiento el cuerpo pierde voz y voto en cuanto a inteligencia. Aunque de esa voz, me maravillo incansable. Es más, confío en ella, me lleva a la reverencia incluso, seguramente porque me da razones de mi particularidad y de cada situación y experiencia. 

Evita que me abrace a la enfermedad como designación, indicándome el estado en que me encuentro, el verdadero, no el conceptual. Es un estado natural de movimiento biológico espontáneo. 

Libros de este tema: Katsugen Undo, la práctica que restablece la salud y la serenidad/Taiheki, el dilema del comportamiento humano/Entrevista con el cuerpo.

jueves, 14 de febrero de 2019

¿El mundo ha muerto?

Se puede vivir de diversas formas, pero solo si existe una pulsión, una vibración interior, se puede uno considerar vivo sin reservas. Ese vibrar es una especie de diapasón que suena, revelando que estamos vivos. Sin embargo, los diapasones vibran cada vez menos, el mundo que nos rodea ya no parece tan vivo como antes; uno se pregunta si acaso el mundo sensitivo está en su lecho de muerte.

Quién sabe, aunque el proceder humano lo pone de manifiesto. Este se compone de superficialidad e insensibilidad. Desgana por descubrir, experimentar, crecer, pero rendido a la voluptuosidad del automatismo, a la inercia de la normalidad, del tedio, del deleite insulso, del letargo. En el peor de los casos, uno se identifica con todo esto al punto de salvaguardarlo como un derecho legítimo del que se benefician los voraces artesanos de regir el mundo. 

En realidad, es una necesidad ante la falta de vitalidad. La mente está ocupada, hoy más que nunca, en enredos sintácticos. Gobernada, además, por el hechizo de los medios que inducen apatía disfrazada de diversión. O normalidad, de seguridad. O incluso sueño, de despertar. En cualquier caso, uno vive en el interior de un cómodo capullo de seda, dispuesto a consumir años, no vivirlos en consonancia con las demás especies y con esta tierra que nos acoge, no para dormir, sino para despertar.

Las plantas, los árboles, todas las criaturas, están viviendo una vida que sucede de forma natural, espontánea, mientras que un excesivo porcentaje de nosotros, los seres humanos, solo tenemos ambiciones y figuraciones de cómo ser felices y vivir sanos. Pero lo que resulta es la pereza y el embotamiento. Se vuelve uno adicto a todo aquello que le evite la pulsión para vivir con plenitud. Porque, o no se conoce lo que es o en caso contrario hasta da miedo.


Se necesita aliviar el tedio que resulta de la falta de pulsión, de malvender la atención, y de sentirse seguros entre iguales. De ahí el fenómeno más infecto en la historia humana, el móvil táctil, en avenencia con videojuegos, deportes o actividades aglutinadores de masa, y redes sociales, una revelación de nuestra era, asimismo aglutinadora, en la que el sucedáneo es lo real, al igual que en todo lo demás.

Lo abraza todo, ya sea el café, la comida, la música, la ropa, etc., incluso cosas que antaño tenían valor. En el peor de los casos, el propio ser humano. En cuanto a valores, basta con fijarse en la falta de honor y de compromiso. Recuerdo que hubo una época en la que había mucho entusiasmo para hacer cualquier cosa, como practicar las artes marciales. De un día para otro podía reunir a una veintena de personas únicamente con el “boca a boca”. 

En cambio, ahora, con tantos medios de comunicación, un encogimiento de hombros responde desde el letargo. O voces fachosas que tratan de justificar su pereza ponzoñosa. O su suspicacia, quizá. A no ser que, como digo, se trate de estar en boga con lo masificado que evite el estar cara a cara con uno mismo y/o con unos pocos amigos con los que compartir lo esencial de la naturaleza humana.

El sucedáneo conlleva, al mismo tiempo, una distorsión, un desvirtuar que destruye la pureza o esencia de las cosas, incluso de algo tan puro como es el Zen. A lo sencillo, como es vaciar la cabeza (meditar), se le pone un envoltorio a la moda, sobrenombres, mezclas, pingües finalidades que desplazan a la vital “no finalidad” del Zen, etc. Mirando, por ejemplo, de cerca el movimiento regenerador o Katsugen Undo, no veo ya la pureza que aprendí, ni tampoco en las artes marciales. A veces, ni es posible saber qué está uno viendo.

Es esta una era abstracta de ideas y finalidades, sin percibir ese mundo que llamamos real. No hay sensación. Sin embargo, es esta la que me induce a saber quiénes tengo delante. Por ejemplo, cuando alguien viene a practicar el Katsugen, sé si es un catador de métodos, un peregrino de terapias o un coleccionista de conocimientos, y cuánto tiempo va a permanecer y me va a hacer perder a mí.


En las artes marciales ocurre lo mismo; uno comienza por estar en forma, ser más fuerte, superior a otros, por entretenerse, etc. Pero antes o después las finalidades se debilitan y nada queda. No se comprende que en la no finalidad se halla la pulsión, la vibración; que recorrer el camino es lo que nos llena, que existe una plenitud en caminar y no en llegar a ninguna parte, si bien caminar con flojera de temperamento no es ni siquiera posible. La actividad se empobrece y el conocimiento se muestra frío; a veces, altanero.

El conocimiento está canalizado a lo consciente. Se consume igual que la comida en un plato. Pero si el conocimiento no penetra el subconsciente, no hay nada que hacer. Tampoco, si uno no está dispuesto a valerse por sí mismo. Esto último es lo que trato de enseñar a los que me piden ayuda, aunque solo será posible a través de la relación entre consciente y subconsciente. Pero se vive en un ambiente de dependencias difícil de abandonar. Por miedo, por indolencia, por convicción..., da igual.

No es fácil comprender con la cabeza llena de ideas. El progreso aporta muchas de ellas, la medicina de salud, la política de seguridad, la religión de esperanza, etc. Pero no está uno satisfecho, la necesidad aumenta. Nos preguntamos entonces si existen otros caminos, algo que nos conduzca directamente a nuestra naturaleza esencial, sin condicionamientos. Desde luego que sí, pero con la condición de saber cribar.

La pureza lo es todo, creo suponer, pero no está casi en ninguna parte, ni aun en la ciencia, una vez que se tiende al mercadeo y al privilegio, fuera de la espontaneidad de la vida. Ni en la filosofía, que hoy en día alcanza a todo el mundo, facilitando la enredadera de palabras cuando no hay práctica ni experiencia alguna.

La pureza, en sí, conlleva el desprendimiento de ideas, de finalidades. Pero la pureza pasa también su factura, los comprometidos con ella somos relegados y nada más lejos que ser profetas. De nuestra tierra, ni por asomo. Personas que me tienen a su alcance pasan por delante de mí en un “estado de coma sensitivo”. Lo entiendo, no es tan fácil tener el sexto sentido de un gato que estimule a interesarse por la vida plena.



Quizá por eso, en un hálito de pureza, de compromiso y honor, poco a poco, me he vuelto cada vez más al espíritu del samurái, como una especie casi extinta, pero que es para mí un pilar de sostén en mi sobrevenir por este mundo de apariencias, cada vez más aparentes. Es el símbolo de la pureza de la que hablo y de lo que trato de hacer. En todo caso, uno mismo es la raíz de todo, por lo que veo necesario experimentar quiénes somos y no somos, por qué nacemos y morimos.

Es fácil que el viento nos lleve a donde no se espera, sin saber lo que uno quiere ni a dónde va, y sin darse cuenta tampoco de que en el letargo se esconde cierta cobardía. Por eso, muchas personas se vuelven alcohólicas o narcodependientes, también perezosas, sin duda insensibles, pero las cosas y situaciones que anulan la sensación plena de vivir son ya una miscelánea sin, probablemente, una vuelta atrás. 

Aún con todo, unos pocos tendrán esa sensación, como cuando la lluvia cae sobre el rostro de uno; es un instante en el movimiento eterno del Universo. Nacemos en un instante semejante, morimos en otro igual. Lo que importa, pues, es la vida que se revela en la naturaleza. Es una vida plena, dando todo y sin reservas de nosotros mismos.

Esto es lo que importa en un mundo vivo, mientras que en el letargo importa más la longevidad, como un irónico recurso para prolongar una fútil existencia en un mundo medio inerte. Este se contenta con impresiones mentales sobre la vida, las cuales tienen poco valor ante la inmensidad de existir, lo que no es otra cosa que sentir.

En ello se halla una presencia de espíritu, vitalidad y consciencia; un temple desprendido de agitaciones vanas, sosegado, joven hasta el final, con un ánimo independiente de lo que suceda alrededor. Libre de embotamiento, de inercia, de apatía, como un águila que cruza los cielos lentamente, deteniéndose, en un alarde de atención plena y sentimiento puro.

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