jueves, 14 de febrero de 2019

¿El mundo ha muerto?

Se puede vivir de diversas formas, pero solo si existe una pulsión, una vibración interior, se puede uno considerar vivo sin reservas. Ese vibrar es una especie de diapasón que suena, revelando que estamos vivos. Sin embargo, los diapasones vibran cada vez menos, el mundo que nos rodea ya no parece tan vivo como antes; uno se pregunta si acaso el mundo sensitivo está en su lecho de muerte.

Quién sabe, aunque el proceder humano lo pone de manifiesto. Este se compone de superficialidad e insensibilidad. Desgana por descubrir, experimentar, crecer, pero rendido a la voluptuosidad del automatismo, a la inercia de la normalidad, del tedio, del deleite insulso, del letargo. En el peor de los casos, uno se identifica con todo esto al punto de salvaguardarlo como un derecho legítimo del que se benefician los voraces artesanos de regir el mundo. 

En realidad, es una necesidad ante la falta de vitalidad. La mente está ocupada, hoy más que nunca, en enredos sintácticos. Gobernada, además, por el hechizo de los medios que inducen apatía disfrazada de diversión. O normalidad, de seguridad. O incluso sueño, de despertar. En cualquier caso, uno vive en el interior de un cómodo capullo de seda, dispuesto a consumir años, no vivirlos en consonancia con las demás especies y con esta tierra que nos acoge, no para dormir, sino para despertar.

Las plantas, los árboles, todas las criaturas, están viviendo una vida que sucede de forma natural, espontánea, mientras que un excesivo porcentaje de nosotros, los seres humanos, solo tenemos ambiciones y figuraciones de cómo ser felices y vivir sanos. Pero lo que resulta es la pereza y el embotamiento. Se vuelve uno adicto a todo aquello que le evite la pulsión para vivir con plenitud. Porque, o no se conoce lo que es o en caso contrario hasta da miedo.


Se necesita aliviar el tedio que resulta de la falta de pulsión, de malvender la atención, y de sentirse seguros entre iguales. De ahí el fenómeno más infecto en la historia humana, el móvil táctil, en avenencia con videojuegos, deportes o actividades aglutinadores de masa, y redes sociales, una revelación de nuestra era, asimismo aglutinadora, en la que el sucedáneo es lo real, al igual que en todo lo demás.

Lo abraza todo, ya sea el café, la comida, la música, la ropa, etc., incluso cosas que antaño tenían valor. En el peor de los casos, el propio ser humano. En cuanto a valores, basta con fijarse en la falta de honor y de compromiso. Recuerdo que hubo una época en la que había mucho entusiasmo para hacer cualquier cosa, como practicar las artes marciales. De un día para otro podía reunir a una veintena de personas únicamente con el “boca a boca”. 

En cambio, ahora, con tantos medios de comunicación, un encogimiento de hombros responde desde el letargo. O voces fachosas que tratan de justificar su pereza ponzoñosa. O su suspicacia, quizá. A no ser que, como digo, se trate de estar en boga con lo masificado que evite el estar cara a cara con uno mismo y/o con unos pocos amigos con los que compartir lo esencial de la naturaleza humana.

El sucedáneo conlleva, al mismo tiempo, una distorsión, un desvirtuar que destruye la pureza o esencia de las cosas, incluso de algo tan puro como es el Zen. A lo sencillo, como es vaciar la cabeza (meditar), se le pone un envoltorio a la moda, sobrenombres, mezclas, pingües finalidades que desplazan a la vital “no finalidad” del Zen, etc. Mirando, por ejemplo, de cerca el movimiento regenerador o Katsugen Undo, no veo ya la pureza que aprendí, ni tampoco en las artes marciales. A veces, ni es posible saber qué está uno viendo.

Es esta una era abstracta de ideas y finalidades, sin percibir ese mundo que llamamos real. No hay sensación. Sin embargo, es esta la que me induce a saber quiénes tengo delante. Por ejemplo, cuando alguien viene a practicar el Katsugen, sé si es un catador de métodos, un peregrino de terapias o un coleccionista de conocimientos, y cuánto tiempo va a permanecer y me va a hacer perder a mí.


En las artes marciales ocurre lo mismo; uno comienza por estar en forma, ser más fuerte, superior a otros, por entretenerse, etc. Pero antes o después las finalidades se debilitan y nada queda. No se comprende que en la no finalidad se halla la pulsión, la vibración; que recorrer el camino es lo que nos llena, que existe una plenitud en caminar y no en llegar a ninguna parte, si bien caminar con flojera de temperamento no es ni siquiera posible. La actividad se empobrece y el conocimiento se muestra frío; a veces, altanero.

El conocimiento está canalizado a lo consciente. Se consume igual que la comida en un plato. Pero si el conocimiento no penetra el subconsciente, no hay nada que hacer. Tampoco, si uno no está dispuesto a valerse por sí mismo. Esto último es lo que trato de enseñar a los que me piden ayuda, aunque solo será posible a través de la relación entre consciente y subconsciente. Pero se vive en un ambiente de dependencias difícil de abandonar. Por miedo, por indolencia, por convicción..., da igual.

No es fácil comprender con la cabeza llena de ideas. El progreso aporta muchas de ellas, la medicina de salud, la política de seguridad, la religión de esperanza, etc. Pero no está uno satisfecho, la necesidad aumenta. Nos preguntamos entonces si existen otros caminos, algo que nos conduzca directamente a nuestra naturaleza esencial, sin condicionamientos. Desde luego que sí, pero con la condición de saber cribar.

La pureza lo es todo, creo suponer, pero no está casi en ninguna parte, ni aun en la ciencia, una vez que se tiende al mercadeo y al privilegio, fuera de la espontaneidad de la vida. Ni en la filosofía, que hoy en día alcanza a todo el mundo, facilitando la enredadera de palabras cuando no hay práctica ni experiencia alguna.

La pureza, en sí, conlleva el desprendimiento de ideas, de finalidades. Pero la pureza pasa también su factura, los comprometidos con ella somos relegados y nada más lejos que ser profetas. De nuestra tierra, ni por asomo. Personas que me tienen a su alcance pasan por delante de mí en un “estado de coma sensitivo”. Lo entiendo, no es tan fácil tener el sexto sentido de un gato que estimule a interesarse por la vida plena.



Quizá por eso, en un hálito de pureza, de compromiso y honor, poco a poco, me he vuelto cada vez más al espíritu del samurái, como una especie casi extinta, pero que es para mí un pilar de sostén en mi sobrevenir por este mundo de apariencias, cada vez más aparentes. Es el símbolo de la pureza de la que hablo y de lo que trato de hacer. En todo caso, uno mismo es la raíz de todo, por lo que veo necesario experimentar quiénes somos y no somos, por qué nacemos y morimos.

Es fácil que el viento nos lleve a donde no se espera, sin saber lo que uno quiere ni a dónde va, y sin darse cuenta tampoco de que en el letargo se esconde cierta cobardía. Por eso, muchas personas se vuelven alcohólicas o narcodependientes, también perezosas, sin duda insensibles, pero las cosas y situaciones que anulan la sensación plena de vivir son ya una miscelánea sin, probablemente, una vuelta atrás. 

Aún con todo, unos pocos tendrán esa sensación, como cuando la lluvia cae sobre el rostro de uno; es un instante en el movimiento eterno del Universo. Nacemos en un instante semejante, morimos en otro igual. Lo que importa, pues, es la vida que se revela en la naturaleza. Es una vida plena, dando todo y sin reservas de nosotros mismos.

Esto es lo que importa en un mundo vivo, mientras que en el letargo importa más la longevidad, como un irónico recurso para prolongar una fútil existencia en un mundo medio inerte. Este se contenta con impresiones mentales sobre la vida, las cuales tienen poco valor ante la inmensidad de existir, lo que no es otra cosa que sentir.

En ello se halla una presencia de espíritu, vitalidad y consciencia; un temple desprendido de agitaciones vanas, sosegado, joven hasta el final, con un ánimo independiente de lo que suceda alrededor. Libre de embotamiento, de inercia, de apatía, como un águila que cruza los cielos lentamente, deteniéndose, en un alarde de atención plena y sentimiento puro.

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