La vida moderna, la civilización, necesita de mucho, lo codicia todo, lo quiere pronto, pero
es todo aquello que va devastando sin siquiera dejarle opción a la huella del
tiempo. En nuestra ambición se nos ceba intelectualmente para despojarnos, más
tarde, de mucho más de lo que habíamos deseado, lo que por otra parte no habrá
sido ni de complacencia siquiera.
El deseo es flojo, no pasa de ser mental, cómodo, efímero.
Llegamos a desear solo lo que se nos propone devorar. Sabemos que existimos (intelectualmente)
pero ignoramos que tenemos existencia (sensitiva) propia. De nosotros queda una
clase de hombre que teme no adquirir o perder, y que sin embargo carece de verdadero
deseo.
No es capaz de crear, de imaginar, de intuir, de infundir
vida a lo que desea. Deja poco a poco de ser real. Pero los menos reales,
aquellos a quienes no les importa nada porque nada conocen, ni la tierra que
pisan, ni el agua que beben, ni el aire que respiran, lideran la vida de todos;
creen que pueden coger cualquier cosa. Aunque nunca han deseado de verdad ni
sentido un ápice de goce.
La vida de hoy queda pues en una rutina de color gris. Los
colores solo pueden verlos los seres humanos con alma. En los quehaceres esto
se nota, también en el semblante de las personas; un buen observador puede evidenciar
si lo que ve tiene o no vida. Es lo que nunca podrán enseñar los dedicados al
arte de conseguir. Porque conseguir es un verbo hambriento, atado al tener,
verbos que de por sí limitan, que se les ve oscuros.
En la claridad, en cambio, se distingue el “Ser”. Es un
verbo colorido, vívido, real, que nos da incluso la oportunidad de ser humanos.
O más que eso, encontrarnos con que el Universo se posa en la palma de la mano
como un copo de nieve. La razón es sencilla: no necesitas tener ese universo,
lo eres. Pero sí hace falta humildad para entenderlo, lo que significa ir al
principio.
Es posible aprender de un deseo tan auténtico como el de una
flor: el cuerpo humano. La mente se impone a él. Lo que este desea es
suplantado muchas veces por el deseo mental del hombre que lo habita. Una vez
seamos conscientes de esa diferencia de deseo estaremos listos para avanzar
algo en el inexplorado arte de saber quiénes somos.
Nadie quiere conocerse a pesar de todo, es algo que asusta y
que viene a ser aborrecible. Entonces, aún menos será posible conocer el cuerpo
que uno habita, lo que asusta todavía más. Su lenguaje, su deseo, su vida
imponente, son aspectos olvidados, de eso hoy se encargan los especialistas del
cuerpo. Igual que de la mente se encargan sus especialistas, del espíritu
también los suyos, y de la manera de vivir otros tantos.
Ahora bien, esta clase de técnicos están por todas partes.
Cualquier persona está lista para decirnos lo que tenemos que hacer y lo que no
sin necesidad de ser un especialista. Desear, igualmente. Pese a ello existen
modos de vida que no se imponen, que en cambio invitan a ser por encima de
todo.
El maestro Zen, Dogen, aun en un momento de escasez, propone a los monjes el
za-zen (sentarse a practicar el Zen, el vacío) antes que nada. No necesitan más
en ese instante y, sin embargo, el maestro expresa un poderoso deseo que es capaz
de anular la crítica situación en que se encuentran.
Kenzo Awa, un maestro arquero de Kyudo, espera paciente, no
mira el blanco ni tiene consciencia de la flecha, solo tensa el arco y espera
hasta que siente todo el Universo en sí mismo. Entonces, la flecha se une al
blanco inevitablemente. No necesita nada más que aguardar el suceso, lo cual es
un “no hacer” que contiene deseo real.
Es un deseo real porque el maestro no pretende obtener una
victoria. Ni siquiera quiere dar en el blanco. Él es el arco, la flecha y el
blanco. Es, no obstante, algo casi imposible de comprender para la mayoría de
los mortales, pero es el sumun de la vida y el vórtice del verdadero deseo.
Con esa clase de deseo se puede disfrutar incluso de una
golosina, sin este ni del más rico de los manjares. De hecho, es frecuente
comer algo que no nos apetece. O cualquier otra cosa que tenga que ver con los
sentidos biológicos, incluso los cuales terminan por atrofiarse frente a los
mentales.
Muchas veces me he preguntado dónde me hallo y es sobre mis
pies. Pero tal vez mis pies sean los de alguien que sigue ese camino, quién
sabe. La Luna me mira, seguramente porque la miro a ella. Sucede lo mismo con
esa exquisita flor, ese árbol sereno que posa delante de mí, el agua del
arroyo, el cielo azul, las montañas que decoran el horizonte. Inspiro, espiro,
lo respiro todo.
Respirar no es algo separado de todo lo demás. Le da
consistencia a la imaginación, hace posible el deseo real, ese impulso poderoso
que atraviesa todas las barreras. Pero, ¿dónde y cómo encontrar ese impulso? Si sucede lo que queríamos es que el deseo se hallaba en las
capas profundas del subconsciente. Este último es el dónde. El cómo es tan espontáneo como la flor
que no piensa en qué lugar
va a germinar ni hacia dónde va a dirigir su crecimiento.
El ser surge
del subconsciente, el tener del consciente. La respiración profunda saca al
primero al exterior. Sin embargo, hay que tener en cuenta hacia dónde miramos,
a lo que se añade un inconveniente, que se mire donde se mire siempre se mira
al mismo sitio. Un mundo geométrico, enredado, rutinario, entretenido en una
felicidad frígida que así vuelve la vida.
La
muerte viene a ser un espejo en el que la vida se refleja en su último
instante. Uno se ve abocado a morir con el delirio de enfrentarse a un universo
que supone indiferente y perverso, a quien puede responsabilizar de su vida
frígida. Durante su transcurso no ha sido capaz de crear, de pensar, de
imaginar, de vivir, más allá de la rutina. En cambio, habrá sido devorado en
las fauces de una felicidad somnolienta, sin ni saber lo que quiere. Ni mucho
menos que él mismo es el Universo.
Es
posible que resulte demasiado místico el ser universo, y es posible que sirva
de excusa para la rutina tratando de alejarse de lo que no se entiende. Pero no
propongo escalar peldaños celestiales, sino la vida cotidiana. No es preciso
esforzarse por transformarse en la flor ni dilucidar sobre si en la palma de la
mano hay o no un universo. Basta con la atención bien dirigida y respirar.
Uno
piensa mientras come, está pendiente de otros asuntos, laborales, económicos,
filosóficos, etc., incluso en el instante sexual malgasta su energía en otros
tantos asuntos (mentales) que acaban por boicotear algo que de natural pasa a
ser lo contrario. En tal desorden, en el momento más inapropiado uno piensa en
la comida o se excita durante el trabajo. Qué hacer podrá ser un enigma, pero
es de una sencillez extrema a condición de hallarse sobre los pies de uno
mismo, como he mencionado antes.
Cuando
comas, solo come, si bailas baila, si duermes duerme. Siéntate en la taza del
WC sin más pretensión que eso, sin pensamientos. Nos daremos cuenta de que
incluso sentados en ella podemos ser. Es al menos lo que nos enseña el Zen y es
en verdad sencillo, más útil que hartadas de filosofía que no van a poder poner
a raya ni al desorden ni a la usura del mundo regido por ambos, donde el deseo natural
se pierde en la rueda mental que gira sin fin.