Vivimos sobre la red irrompible de la masa, somos la masa. Conservamos
el ansia de poder haber sido individuos o el vago recuerdo de haberlo sido en
algún momento y lugar, pero lo poco que queda del individuo está extinto. No
obstante, la suma de individuos no es la masa, pues esta es una forma mental e
inconsciente con identidad propia y que se empieza a crear una vez los
individuos aceptan esa identidad.
Funciona así: los individuos se identifican con una
identidad global y eso ocurre cuando las identificaciones personales han hecho
su trabajo. Pero veamos primero qué son las identificaciones y hasta dónde
llegan, porque tal vez temamos lo peor y eso es lo que está ocurriendo: lo
peor. Porque todo tipo de identificaciones son disfraces y cuando yo sugiero,
anda, sé tú mismo, viene la pregunta: ¿qué es ser yo mismo? Aparenta ser una rebelión
moral contra la masa omnipotente. La imagen se esfuma en el aire.
El hombre tiene una identidad para que los demás sepan quién
es; forma parte de la organización social, pero ¿quién es uno para sí mismo?
Esta es la cuestión, pero tiene demasiados ingredientes y poca alineación con
el auténtico destino humano. La verdad es que una identificación no deja de ser
una reacción al entorno, pero inconsciente. Eso, sin contar con que una
reacción es una decisión, ultra rápida, muchas veces influida por el miedo.
Una reacción no es mala, es supervivencia pura, lo malo es
que sea tan inconsciente que uno no sepa ni qué ha ocurrido. No lo sabe, tan
poco sabe que se identifica con aquello con lo que ha reaccionado, se convierte
en eso mismo. Así pues, se identifica con el dolor, la enfermedad, un pasado
traumático o nostálgico, un futuro terrible o lleno de anhelos, o tal vez con
el alcohol, las drogas, emociones negativas, el bien, el mal, etc. Se entra en
un espiral descendente como ser humano, aunque se vea a veces como ascendente a
la gloria.
El dolor físico y emocional ocupa el primer puesto en la
escala de identificaciones, de manera que uno mira su pasado negativo y se identifica
con lo que percibe. Y lo que percibe es menos cuanto más se acerca a la masa. En
última instancia uno se identifica con la vida en el infierno, porque se
acostumbra a él. No me opongo a que no sea fácil ser consciente de lo que pasa
en uno mismo, pero me parece hasta ridículo el embotamiento con que se vive. Si
lo veo ridículo es por no verlo dramático, tan trágico destino. ¿Y a dónde nos
lleva ese destino?
¿Quién puede creer de verdad que nos lleva a alguna parte?
Damos vueltas en círculo y excusas no faltan, por ejemplo, cuando uno se siente
mal emocionalmente se refugia en la depresión, la cual es un sustantivo que
permite la identificación. De este modo, se falta al trabajo que queda por
hacer: el de seguir adelante sin hacer aspavientos. Con mayor razón porque
sentirse mal o bien no son más que vaivenes. ¿Y qué son vaivenes?
Hay gente que cree que nada cambia, ni lo bueno ni lo malo.
Mientras lo creen, tienen muchas cosas en la cabeza, desde preocupaciones por
la compra de Navidad hasta por cuándo entrar en bancarrota o enfermar. Pero
tiene prioridad lo que les digan. La masa alecciona a la masa, le proporciona
un atajo en cuanto a identificaciones y reacciones, la cultura se ciñe al
compromiso con la masa. La ignorancia no se ve tan mal como cabe suponer, pues
es cómoda para ambas partes de masa. La vida sigue incólume en su rutina y
repetir es infernal, pero parecerá celestial, mientras nadie lo sepa.
Se sigue la corriente de no sabemos qué, ni por qué. Gozamos
de los placeres cómodos de no pensar, de no sentir pulsiones, de solo usar lo
ya inventado, de no colaborar en la vida; sentimos apetitos insaciables y otros
nuevos apetitos que antes no existían. Pero lo más placentero es que alguien se
ocupe de nosotros, bastándonos con caminar enfilados en el rebaño del
inconsciente colectivo.
Ese inconsciente es el que conduce a la masa, pero se oculta
tanto que ni parece existir. Por eso queda en entredicho si es la maldad, la
bondad o la ignorancia lo que es inherente al ser humano que no piensa, que no
lee, que no quiere saber, que no quiere mirar en sí mismo, ni en el espejo de
la realidad, pero que vegeta en todo su esplendor y gloria. Pero no toda la
población terrícola es masa, si bien el porcentaje de unos y otros es explícito.
Un montoncito de individuos despiertos contra toneladas de seres dormidos,
muchos de los cuales se creen despiertos.
Diría que a mí me ha costado muchos años asentarme en el montoncito, pero no es bastante, temo por lo rápido que pasan los años y lamento el poco tiempo que me queda para no dormir en los laureles, pues el verdadero sentido de vivir es despertar de un sueño. Y tengo que reconocer que dormir es más cómodo y menos sufrido, pero una vez comienzas a desperezarte ya no hay marcha atrás. Pero supongamos que pudiese haber algún fallo, y sin duda los hay.
Es por eso que hay que sudar la gota gorda para mantener los
párpados abiertos, controlando la tentación de tirar la toalla, aunque ya he
dicho que no se puede, pero tampoco se puede despertar antes de tiempo. El
árbol recién plantado no da fruto y tampoco lo da el que está mal tratado.
Aparte, la rutina vulgar de la masa se impone con violencia y lo más que te
permiten es aislarte en tu mundo infantil, como un pobre tarado.
No se trata de luchar contra espíritus vulgares que se
identifican con todo tipo de cosas, que se aburren y que buscan solazarse para
evitar la soledad del hastío. Se trata de comprenderlos y reivindicar solo el
derecho a ser uno mismo, aunque a algunas personas (del montoncito) les pone
rabiosas que gracias a la masa la manipulación haga estragos y el mundo sea un
caos.
No se
puede evitar en ningún contexto y luchar contra eso resta energía, vitalidad.
Esta debe usarse con uno mismo, con todo su egoísmo, que es lo que se encuentra
en el susurro de “que se apañen”. Ni se puede ni vale la pena luchar por ello;
lo he aceptado con mi propia familia y amigos, la gente vulgar que te rodea,
los ames o no. Pero no se entienda la palabra vulgar en sentido despectivo,
sino literal, es decir, corriente.
No
tengo nada contra lo corriente, excepto si se me obliga a mí. Confieso aquí que
si hay algo que no soporto es “lo mismo”, pues parece un mantra de la
repetición. Pero es el condicionamiento lo que lo sostiene, casi todo se hace
inconscientemente, y esta es la clave: hacer las cosas conscientemente. Solo
así se sabrá si son mejores o peores, útiles o inútiles, lógicas o ilógicas,
etc. Si no, uno duerme.
Observo
pautas de personas allegadas que no han cambiado un ápice en los últimos
treinta o cuarenta años. Peor que no cambiar es que no vean tus cambios y que
te traten como el que eras hace años. Da la impresión que muchas personas no
sepan hacer algo que pueda considerarse diferente. Ni tan siquiera probar un
plato que jamás han comido. Sin embargo, lo más significativo es que el mundo
sea un caos y que tantas personas no lo sepan, pues su pensar inconsciente los
proyecta varias décadas atrás. ¿Pero por qué es un caos?
Precisamente
por la inconsciencia. Solo imaginemos la inconsciencia en la ciencia, en la
legislación, la educación, la economía, etc. Hay cambios técnicos pero no
internos, no espirituales, y a todo se le da la vuelta: la verdad es la
mentira, la realidad la irrealidad, lo racional lo irracional.
El
proceder de las personas es alarmante. Es difícil hablar con alguien y que te
atienda sin mirar el móvil o la televisión. Pero si dices algo que no va en la
corriente o te ignora o te mira como si fueras alienígena; en el peor de los
casos se enfurece una vez le has tocado sus creencias, las colectivas, claro
está, porque ya es de dudar que uno tenga creencias propias. Muchos caminan, se
mueven como somnolientos, se entregan a la facilidad de lo que hacen todos.
Por lo
que a mí respecta, sigo alabando el criterio propio. ¿Y qué hacer entonces? Lo
que muchos intentan hacer es cambiar el mundo, pero eso es la expresión más
elevada de la imposibilidad. Uno debe cambiarse a sí mismo, solo a sí mismo,
repito. Eso es descubrir la verdad de ti mismo y eso es bastante, porque es un
sentido para la vida y resulta fascinante.
El
único inconveniente es descubrir la verdad por boca de otros, porque estamos
así sujetos a otra posibilidad de engaño. De todos y de todo hay que aprender,
pero si uno no mira en su interior y construye un criterio propio de grandes
dimensiones no descubrirá nada, solo seguirá una pauta o muchas, aunque sean
prometedoras de mejora. También es cierto que cualquiera puede inventar un
sinsentido y convertirlo en una verdad majestuosa, pero para eso está la
capacidad de discernir, la honradez y la práctica.
La
práctica, por otra parte, es observar la propia mente. Mucha gente habla, algunos
quieren ser menos masa y más individuo, pero si uno no se observa a sí mismo y
vacía su mente de porquería no pasará de filosofar en vano. Uno mismo es su
eterna servidumbre y proclama una libertad que no quiere gozar fuera de su
propia jaula. ¿Acaso se quiere gozar dentro?
¿Por
qué se queja uno entonces? La gente discute porque la mayor identificación son
las palabras, lo que se dice va a misa. Pero lo que se dice vale poco comparado
con lo que se siente. Y si no ha llegado la hora de sentir e intuir, de nada
habrán servido los dos mil años de pretendido modernismo, en el que todo está
sujeto al artificio.
Que se
no se deje de pensar en cómo de normal es el sufrimiento humano para unos seres
(humanos) que se creen progresistas, pero lo único que aumenta es el dinero que
unos ganan y otros pierden. Aunque de ese sufrimiento no hay más responsable
que la propia masa inconsciente.
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