Epílogo de la novela "El ladrón de penas"
Incluso la más cruda realidad no puede describirse si antes no se imagina. Lo imaginado, por otra parte, necesita de alguna realidad. A veces más de la cuenta. Quizá escribir sea un misterio y, si hay algo que aprender, el escritor podría sentirse como en un sueño donde nadie sabe qué va a acontecer. Esto ha ocurrido con los personajes de esta historia. Ellos son los que la han creado mientras yo me limitaba a pulsar el teclado, según me iban indicando, sobre todo Héctor Quijada, pues ha sido él quien ha creado la mayor parte del argumento inspirado en hechos reales, según dice, y de los cuales yo me he desentendido completamente.
Lo cierto es que esta es una manera bastante espontánea de escribir, porque la geometría no es lo mío. Me parezco mucho a los elementos de la naturaleza, todos ellos irregulares. En realidad soy uno de esos elementos y todos los somos aunque muchos no lo sepan. Pero lo que quiero resaltar aquí no es el talento natural o geométrico, sino una parte ignorada del misterio que rodea a la escritura: las coincidencias.
Son estas las que mezclan la realidad con lo imaginado a un nivel profundo. El escritor (también a veces el lector) establece contacto con algo desconocido en la vida corriente y moliente, lugar y estado mental donde se ignora la existencia de los paradigmas. Sin embargo, de ellos están hechos nuestros sueños, los cuales se basan como he mencionado en la realidad y viceversa. Que se lo digan a esa pareja parisina, Raúl y Anne.
Durante el transcurso de cada uno de los libros que he escrito me he tenido que enfrentar a paradigmas envueltos en extrañas coincidencias. Pero hay más, si se trataba de algo que aprender (una clave determinante), un factor se sumaba a las coincidencias, y era la congruencia. Esta es una especie de relación lógica entre lo que se dice o escribe y se hace.
Lo contrario es la incongruencia y en su punto extremo nos encontramos con el cinismo. ¿Acaso no es este un mundo cínico? Algo me dice que sí, pero el antídoto es ser lo más real posible, noble, digno, sincero, dentro de la imaginación. Pero alguien nos pone a prueba y de ahí las coincidencias y su misterio. En resumen, que algo extraño me sucedía. Por ejemplo, si al escribir hacía demasiado hincapié en conservar la calma me veía envuelto en situaciones tensas.
Al escribir «El ladrón de penas», me ha sucedido lo mismo. De hecho lo empecé con cierto recelo, el cual aumentó al evidenciar las admoniciones que Kaito, el hombre del chubasquero rojo, aplica a los protagonistas aun sin que nadie sepa por qué. Huelga decir que hasta acabar el libro me he visto envuelto en situaciones que algunas veces me han hecho sentirme (también a mí) protagonista de esta historia. Sobre todo, cuando me sorprendió una tormenta hace poco.
Ignoro si habré tenido algo que ver en ello, pero al doblar una esquina en pleno aguacero me tropecé con una persona que llevaba puesto un chubasquero rojo. Y por esto mismo intuyo que el misterio se extenderá a esta nota final si no lo remedia nadie, y nadie va a remediarlo.
Mucho me temo que, por el contrario, el hecho de qué me ha inspirado para escribir esta historia es de por sí otro misterio, a lo que debe añadirse la ubicación geográfica y sobre todo el título. Ahora bien, ya he dicho más o menos que mi cometido no ha sido otro que poner sobre el papel un dictado. Otro misterio podría ser quizá mi intuición de un invierno que transcurra entre borrascas. Si fuese así, ignoro si el haber escrito este libro tendría algo que ver en ello; se mire como se mire, todo seguirá siendo un misterio.
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